25/04/2024

Concordia
C

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Este 2022 prometimos ser optimistas. Buenos y optimistas. Comenzábamos el año con buenos propósitos y especialmente esperanzados tras dos años donde la pandemia asfixiaba a nuestra gente y nuestra economía. Veíamos la luz al final del túnel y asegurábamos que la felicidad nos esperaba ahí. ¡Cuán errados estábamos! Guerra, inflación desorbitada, escasez de productos… eso nos regalaba el 2022, pero ese no es el tema que nos ocupa, porque todos conocemos bien los sinsabores y desgracias a las que nos hemos enfrentado.

Aún recuerdo aquellos momentos de encierro donde asegurábamos que la pandemia nos iba a hacer mejores, que cuando volviéramos a hacer nuestras las calles seríamos todo bondad y buenas intenciones. Luego nos excusamos en las restricciones, en las dificultades económicas… y así sucesivamente. Realmente nos excusábamos en el contexto (nadie duda que era duro), para seguir siendo seres egoístas y “malcriados”, no solo no habíamos salido mejores personas después del covid, sino que habíamos salido siendo la peor versión de nosotros mismos en muchos casos.

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Estamos viviendo una realidad marcada por el odio, el desprecio, el rencor, la batalla permanente. Y esto no sucede solo en el ámbito empresarial, más habituado a momentos de tensión. Sin ir más lejos, el Congreso de los Diputados, el lugar de la democracia y la política, se ha convertido en espacio que se asemeja más a un circo de los horrores donde los insultos más variopintos y las subidas de tono forman parte de la jerga diaria. Lo dicho, hasta en el lugar “más sagrado” de la democracia. Aquellos que hemos elegido para que nos representen, y a los cuales pagamos, hacen uso con normalidad de la verborrea más descalificativa en el lugar del que deben emanar las leyes que mejoren nuestra vida. Donde la educación no debe ser una opción, se opta por lo vulgar. Nada que añadir.

Sin embargo, no es el único lugar marcado por las trinche- ras y los balazos. Organizaciones empresariales, empresarios, jefes, empleados… Odio y crispación es lo que respiramos. También en lo personal. Estamos enfadados con el mundo, con nuestra gente, con los desconocidos. Recurrimos a la crítica ajena como tema central de nuestras conversaciones, descalificando a todo aquel que no piensa como nosotros sin siquiera hacer una autocrítica acerca de en qué fallamos nosotros. Mientras escribo este editorial en una cafetería, la mesa colindante se encuentra en medio de una profunda discusión en la que la ofensa constante parece ser la protagonista.

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Todo bañado por el odio, todas las esferas de nuestra vida envenenadas. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué punto de la vida nos corrompimos de esta manera? ¿Cuándo creímos que, para subir más alto, hay que aplastar y hundir a los demás? ¿Por qué el odio y la guerra permanente se han quedado como habituales en nuestro día a día?

No es posible construir una sociedad próspera con este proceder, no podemos relacionarnos con la discordia y el rencor como punto de partida. ¿Cómo tenemos la desfachatez de decirle a nuestros hijos que deben ser educados y buenas personas si luego nosotros somos todo lo contrario en cualquier ámbito? La tolerancia y el respeto no pueden ser una alternativa sino una obligación ética y moral.

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“La Concordia fue posible”, es lo que puede leerse en la lápida de Adolfo Suárez. No, ex presidente, no ha sido posible.

Montserrat Hernández
Directora de Tribuna de Canarias

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